La idea de pasar un día entero disparando a cualquier cosa que pasara por delante de mis ojos se presentó como un reto al que no estaba acostumbrada. Sin embargo, el domingo mi cámara pasó desapercibida entre la multitud, a pesar de su gran tamaño y de que no la descolgué de mi cuello ni un segundo. La ocasión lo requería. No fue un día cualquiera. Contra todos mis pronósticos se convirtió en unos de esos momentos para recordar.
Hace varias semanas que acepté la oferta de mis padres de participar en una caminata que organizaba la Asociación Española contra el Cáncer de mi Ciudad. Cuando lo hice, no lo pensé demasiado, y me arrepentí al oir el despertador a las ocho de la mañana del día señalado. “Cómo se me ocurre” pensé, “si llevo sin hacer deporte desde que iba al colegio”. Doce kilómetros, ni más ni menos, eran los que iba a caminar en ese ‘Paseo de otoño’ en beneficio de la AECC. Autoconsuelo: “Por lo menos, con la historia de las no-fotos, se me hará más entretenido”.
Y cuando todavía estaba con mis la-mental-ciones, despojándome de las legañas del mal sueño, apareció ante mis ojos el primer fotograma para el recuerdo: mi padre vestido de trekking con unas mallas que se había comprado esa misma semana en el Lidl para la ocasión. Espectacular. El profesor de latín con barba, gafas y pinta de intelectual se disfrazó de deportista con la ilusión melancólica del que recuerda que un día, hace muchos, muchos años, fue un joven esbelto y con greñas que jugaba a fútbol, al que apodaron ‘el zarandillas’. -Tenías que ver cómo corría, hija; fui el ‘pichichi’ de la liga universitaria 1974-1975 - Lo dice mientras intenta anudarse los cordones de las deportivas, estirando el cuello para poder ver más allá del prominente vientre que le ha brotado en los últimos 20 años y ha cogido la forma de un embarazo de siete meses.
“Esto promete”, me dije. Pensé que el resto de los coetáneos de mi quincuagenario padre aparecería por la meta con un aspecto similar. Mi no-reportaje fotográfico sería un extraordinario no-retrato de las viejas glorias futbolísticas de los 70 venidas a menos. Convertidas en señores rechonchos de aspecto entrañable, vestidos con mallas de hipermercado y chándal de mercadillo. Y así fue.
Los padres se fueron rezagando del pelotón base entre risas y conversaciones satíricas sobre ciática, próstata y tiempos mejores. Las madres, equipadas con el uniforme de los circuitos urbanos de las noches veraniegas, dieron cuenta de la buena forma que se consigue dando vueltas a la manzana del barrio una hora al día, seis días a la semana, 40 semanas al año. Pronto escaparon de los caminantes entre risas y conversaciones sobre yoga, menopausias y tiempos peores.
Y yo empecé a saborear el éxito de una jornada que iba a ser muy gratificante en lo profesional y sobre todo, en lo personal. Porque para mí también supuso un reencuentro con mi infancia, con los paisajes autóctonos que hacía años que no visitaba, donde disfruté de las primeras excursiones con el colegio, de esas marchas a ritmo de cancioneros populares y aquel “ahora que vamos despaacio, ahora que vamos despaacio, vamos a contar mentiras, tralará…” Esos momentos que permanecen en letargo, en algún rincón de la memoria, hasta que un día despiertan, gracias a un olor, a un sonido, o a una fotografía. Cada vez que veo esas fotos de expediciones infantiles, casi puedo percibir el tomillo, la uva, los chopos, la tierra mojada, el ronroneo del río, a través de mis sentidos.
Del domingo pasado no quedarán documentos gráficos para evocar. Pero gracias al ejercicio de no-fotografía que realicé a cuenta de esta asignatura, todo lo que sentí ha quedado sellado en mi cabeza en forma de imagen, con sus olores, sus sonidos y sus sabores.