martes, 28 de octubre de 2008



Gánese a los clientes para que mantengan su fidelidad
Me gusta ir prevenido por la vida: soy de los que se llevan dos libros en los viajes; uno para leer en el puente aéreo, y otro por si el retraso del avión es superior al normal. No me gusta ser cenizo, pero me parece que muchas empresas mirarían el futuro con más optimismo si hubiesen sido previsoras. Por eso, voy a dar algunos consejos a empresarios que no me los piden. Cuando se empieza a ver las orejas al lobo, una buena práctica es diseñar un escenario negativo, pensar cómo nos encontraremos en él y, si el resultado de este ejercicio no es agradable, empezar a pensar qué podemos hacer para salir de él o, mejor aún, para no caer en él.

Empresas en crisis poco previsoras deben actuar…Estamos ante una pérdida de ritmo que tiene componentes financieros importantes, porque empieza con el agotamiento de un ciclo expansivo marcado por el dinero abundante y barato y se afianza con una crisis financiera, generada fuera de nuestras fronteras, pero que nos está afectando. El peligro para nuestras empresas es financiero: la no generación de los fondos necesarios para hacer frente no ya a las inversiones, sino ni siquiera a los gastos ordinarios. Y esto puede deberse a factores externos -el crédito es más escaso, más caro y más difícil-, pero, sobre todo, a factores internos al negocio. Las señales de alarma son bien conocidas. Una caída de las ventas y un incremento de la morosidad: los ingresos caen. Por tanto, los gastos de estructura crecen por encima de las ventas y el endeudamiento progresa más aprisa que las operaciones. Y pronto se sumarán los factores externos: los proveedores pondrán mala cara a la hora de servirnos y los bancos nos pedirán la devolución de los créditos o se negarán a ampliarlos. ¿Qué podemos hacer en una coyuntura como ésta? Lo primero es reconocer la situación: “Houston, tenemos un problema”. Hay que poner cifras a ese problema: para eso están los balances y las cuentas de resultados provisionales: diseñar escenarios alternativos bajo distintos supuestos, más o menos pesimistas. Y prepararse para lo peor: el plan de emergencia tiene que contemplar una situación verdaderamente difícil, de modo que, a partir de ahí, lo que vaya a ocurrir nunca sea tan grave. El lema debe ser dar prioridad a la liquidez. Reducir los gastos o tener previstos qué gastos vamos a reducir cuándo, en qué cuantía y por qué medios; desinvertir, redimensionar activos, aunque esto puede ser difícil de implementar. Si hace falta, buscar nuevas aportaciones de capital -aún no es tarde para encontrar alguien a quien tentar-, pensar en una fusión o en una venta total o parcial del negocio… Ya he mencionado otras veces las variables importantes: coste del crédito, disponibilidad de los bancos, evolución de los mercados financieros; perspectivas del empleo y su repercusión sobre las decisiones de gasto de las familias: indicadores de demanda y de consumo, porque por ahí vendrá el contagio de unos sectores a otros. Apóyese en el sector exterior, porque está aguantando bastante bien. Gánese a los clientes para que mantengan su fidelidad: vaya a verlos, hable con ellos, cuénteles sus proyectos, ofréceles algo más que precios bajos… Hable con su banco, pero no espere a tener que decirle que no le puede devolver el crédito. En la crisis hipotecaria norteamericana que empezó el año pasado, una queja unánime de las entidades crediticias fue que los deudores no fueron pronto a contarles sus problemas, lo que impidió el diseño de soluciones apropiadas. No espere soluciones mágicas del Gobierno y no pierda el tiempo lamentándose.

miércoles, 8 de octubre de 2008

Paseo de otoño

La idea de pasar un día entero disparando a cualquier cosa que pasara por delante de mis ojos se presentó como un reto al que no estaba acostumbrada. Sin embargo, el domingo mi cámara pasó desapercibida entre la multitud, a pesar de su gran tamaño y de que no la descolgué de mi cuello ni un segundo. La ocasión lo requería. No fue un día cualquiera. Contra todos mis pronósticos se convirtió en unos de esos momentos para recordar.

Hace varias semanas que acepté la oferta de mis padres de participar en una caminata que organizaba la Asociación Española contra el Cáncer de mi Ciudad. Cuando lo hice, no lo pensé demasiado, y me arrepentí al oir el despertador a las ocho de la mañana del día señalado. “Cómo se me ocurre” pensé, “si llevo sin hacer deporte desde que iba al colegio”. Doce kilómetros, ni más ni menos, eran los que iba a caminar en ese ‘Paseo de otoño’ en beneficio de la AECC. Autoconsuelo: “Por lo menos, con la historia de las no-fotos, se me hará más entretenido”.

Y cuando todavía estaba con mis la-mental-ciones, despojándome de las legañas del mal sueño, apareció ante mis ojos el primer fotograma para el recuerdo: mi padre vestido de trekking con unas mallas que se había comprado esa misma semana en el Lidl para la ocasión. Espectacular. El profesor de latín con barba, gafas y pinta de intelectual se disfrazó de deportista con la ilusión melancólica del que recuerda que un día, hace muchos, muchos años, fue un joven esbelto y con greñas que jugaba a fútbol, al que apodaron ‘el zarandillas’. -Tenías que ver cómo corría, hija; fui el ‘pichichi’ de la liga universitaria 1974-1975 - Lo dice mientras intenta anudarse los cordones de las deportivas, estirando el cuello para poder ver más allá del prominente vientre que le ha brotado en los últimos 20 años y ha cogido la forma de un embarazo de siete meses.

“Esto promete”, me dije. Pensé que el resto de los coetáneos de mi quincuagenario padre aparecería por la meta con un aspecto similar. Mi no-reportaje fotográfico sería un extraordinario no-retrato de las viejas glorias futbolísticas de los 70 venidas a menos. Convertidas en señores rechonchos de aspecto entrañable, vestidos con mallas de hipermercado y chándal de mercadillo. Y así fue.

Los padres se fueron rezagando del pelotón base entre risas y conversaciones satíricas sobre ciática, próstata y tiempos mejores. Las madres, equipadas con el uniforme de los circuitos urbanos de las noches veraniegas, dieron cuenta de la buena forma que se consigue dando vueltas a la manzana del barrio una hora al día, seis días a la semana, 40 semanas al año. Pronto escaparon de los caminantes entre risas y conversaciones sobre yoga, menopausias y tiempos peores.

Y yo empecé a saborear el éxito de una jornada que iba a ser muy gratificante en lo profesional y sobre todo, en lo personal. Porque para mí también supuso un reencuentro con mi infancia, con los paisajes autóctonos que hacía años que no visitaba, donde disfruté de las primeras excursiones con el colegio, de esas marchas a ritmo de cancioneros populares y aquel “ahora que vamos despaacio, ahora que vamos despaacio, vamos a contar mentiras, tralará…” Esos momentos que permanecen en letargo, en algún rincón de la memoria, hasta que un día despiertan, gracias a un olor, a un sonido, o a una fotografía. Cada vez que veo esas fotos de expediciones infantiles, casi puedo percibir el tomillo, la uva, los chopos, la tierra mojada, el ronroneo del río, a través de mis sentidos.

Del domingo pasado no quedarán documentos gráficos para evocar. Pero gracias al ejercicio de no-fotografía que realicé a cuenta de esta asignatura, todo lo que sentí ha quedado sellado en mi cabeza en forma de imagen, con sus olores, sus sonidos y sus sabores.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Santo Domingo











En mi ciudad, como en la mayoría de ellas, hay un mercado. De pequeña acompañé alguna vez a mi madre, y a mi abuela. Recuerdo el puesto de mi vecina que vendía morcillas. Morcilla dulce de Calahorra. Deliciosa. También guardo alguna imagen desagradable, de animales muertos, fríos, abiertos en canal. No he vuelto a ir. Siempre pensé que no me estaba perdiendo nada extraordinario.

En Calahorra no hay ‘cultura de mercado’. La mayoría de la gente lo olvida ante la popularidad del mercadillo semanal de los jueves, en el que decenas de agricultores sacan a la calle principal sus barquillas repletas de color y tierra, las mallas de caracoles, los ramilletes de gladiolos, de cebolletas, de puerros, de rábanos; las ristras de chorizo, de ajos, de pimientos. Escriben el precio de sus productos a mano sobre un trozo de cartón rasgado y gritan las ofertas de la semana en una lucha ferviente por vender más que el de al lado.

La primera vez que vi un mercado en su máximo esplendor fue hace cuatro años. Durante el puente de la Constitución decidí viajar a Málaga a ver a una amiga que estudiaba allí. La primera mañana que desperté en aquella ciudad, salí a pasear y a conocer el lugar. Al poco de empezar mi camino, me topé con aquel recinto. Era pequeño y estaba en medio de una plaza. Era como un vagón de tren en el que entrabas por un extremo y salías por el otro; una pequeña travesía inesperada y mágica.

Ese mercado, diminuto y coqueto, invitaba a los viandantes a entrar a lo lejos, irradiaba vida, olores, colores, voces. Me pareció maravilloso. Así, a bote pronto, toda la esencia de la gente de allí se me dio condensada en un espacio de 50 metros cuadrados. Un pasillo a cuyos lados se extendían los puestos de fruta, flores, carne, verduras, pescados… Pero lo que más me llamó la atención no fueron los productos sino la gente. Los propietarios que canturreaban unos, silbaban otros, gritaban aprendidas consignas sobre la calidad y la frescura de sus viandas.

Hace poco menos de un año que vine a vivir a Pamplona, al Casco Antiguo. Me encanta pasear por las calles estrechas de mi barrio, contemplar sus tiendas y edificios centenarios. Al poco de instalarme fui a ver el mercado, bajo los efectos melancólicos de aquel pequeño que conocí en Málaga. Por supuesto, mi impresión fue algo decepcionante ante el recuerdo glorioso de aquel. Pero de nuevo, la fotografía me ayudó a sacarle todo el jugo posible, a indagar, a conocer a su gente, a descubrir lo que se esconde detrás del mostrador, a contemplar sin prisa a los clientes, a los niños que les acompañan y a los que como yo, están de paso.