En mi ciudad, como en la mayoría de ellas, hay un mercado. De pequeña acompañé alguna vez a mi madre, y a mi abuela. Recuerdo el puesto de mi vecina que vendía morcillas. Morcilla dulce de Calahorra. Deliciosa. También guardo alguna imagen desagradable, de animales muertos, fríos, abiertos en canal. No he vuelto a ir. Siempre pensé que no me estaba perdiendo nada extraordinario.
En Calahorra no hay ‘cultura de mercado’. La mayoría de la gente lo olvida ante la popularidad del mercadillo semanal de los jueves, en el que decenas de agricultores sacan a la calle principal sus barquillas repletas de color y tierra, las mallas de caracoles, los ramilletes de gladiolos, de cebolletas, de puerros, de rábanos; las ristras de chorizo, de ajos, de pimientos. Escriben el precio de sus productos a mano sobre un trozo de cartón rasgado y gritan las ofertas de la semana en una lucha ferviente por vender más que el de al lado.
La primera vez que vi un mercado en su máximo esplendor fue hace cuatro años. Durante el puente de la Constitución decidí viajar a Málaga a ver a una amiga que estudiaba allí. La primera mañana que desperté en aquella ciudad, salí a pasear y a conocer el lugar. Al poco de empezar mi camino, me topé con aquel recinto. Era pequeño y estaba en medio de una plaza. Era como un vagón de tren en el que entrabas por un extremo y salías por el otro; una pequeña travesía inesperada y mágica.
Ese mercado, diminuto y coqueto, invitaba a los viandantes a entrar a lo lejos, irradiaba vida, olores, colores, voces. Me pareció maravilloso. Así, a bote pronto, toda la esencia de la gente de allí se me dio condensada en un espacio de 50 metros cuadrados. Un pasillo a cuyos lados se extendían los puestos de fruta, flores, carne, verduras, pescados… Pero lo que más me llamó la atención no fueron los productos sino la gente. Los propietarios que canturreaban unos, silbaban otros, gritaban aprendidas consignas sobre la calidad y la frescura de sus viandas.
Hace poco menos de un año que vine a vivir a Pamplona, al Casco Antiguo. Me encanta pasear por las calles estrechas de mi barrio, contemplar sus tiendas y edificios centenarios. Al poco de instalarme fui a ver el mercado, bajo los efectos melancólicos de aquel pequeño que conocí en Málaga. Por supuesto, mi impresión fue algo decepcionante ante el recuerdo glorioso de aquel. Pero de nuevo, la fotografía me ayudó a sacarle todo el jugo posible, a indagar, a conocer a su gente, a descubrir lo que se esconde detrás del mostrador, a contemplar sin prisa a los clientes, a los niños que les acompañan y a los que como yo, están de paso.
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